La educación (social) no consiste en latas de conserva a distribuir. Pesos muertos que nos aplastan la conciencia política y los quehaceres culturales. En educación social se trata de recuperar los hilos de los viejos relatos y de vivificarlos, esto es, de transformarlos en nuevos relatos que nos inscriban en el registro de lo humano con dignidad y con justicia: los legados hay que transmitirlos, pues nos pertenecen a todos. Pero no para repetirlos, congelarlos, hacer de ellos doctrina. La gran paradoja de la educación (social) es que a medida que los dones culturales se reparten, se acrecienta su capacidad de transformación social. Cada cual, en sus procesos de apropiación, realiza sus propias lecturas, esto es, sus interpretaciones. Y cada generación imprime, a su vez, un sesgo propio. Por ello, es una cuestión ética (pedagógica y política) dejar lugar a los que vienen. Y a lo que está más allá de nuestras perspectivas de época, a lo que irrumpe, a lo nuevo. Difícil ejercicio. Transmitir los viejos relatos para dar lugar a lo nuevo. Dar cuenta de nuestras experiencias para tramar la historia a través de la escritura, sabiendo que las lecturas y apropiaciones que encarnan los otros, los profesionales, los lectores, los niños, los jóvenes, las personas con las que trabajamos… son impredecibles.
Por eso la escritura es un trabajo difícil, esforzado y, sobre todo, de gran coraje. Quizás la educación social no sea, sino dar voz (y escritura) a lo silenciado, dar a tomar parte (cultural y social) que corresponde a cada ser humano. Y en la sapiencia de que cada cual se apropiará de ciertos recortes entre las amplias herencias de la humanidad, para hacer sus propios recorridos.
Violeta Núñez